Escritos y publicaciones

 

 

Cástaras 1921,

un relato del maestro Antonio Amor Antequera

 

Una tarde del mes de marzo de 1921 llegaba a Cástaras don Antonio Amor Antequera, un joven recién titulado y nombrado maestro interino para la escuela unitaria de niños, que había de permanecer en el pueblo algo más de cuatro cursos, además de ejercer como alcalde durante un año y pico.

Muchos años más tarde, don Antonio decidió poner por escrito sus vivencias en Cástaras por aquellos años, y, aunque incompleto, dejó en cincuenta y dos cuartillas mecanografiadas un ameno relato de su primer viaje y estancia en Cástaras, testimonio singular, extraordinario y valiosísimo de experiencias, de impresiones, de recuerdos y emociones personales, que casi cien años después José Antonio García Amor, nieto de don Antonio, en un gesto que le agradecemos, ha puesto en manos de Recuerdos de Cástaras.

Y nosotros nos alegramos y nos complacemos al publicarlo. Así conoceremos mejor de nuestro pasado, no tan lejano como pueda parecer, y de nuestros orígenes, que nunca deberíamos olvidar, de manos de aquel maestro que enseñó a leer y escribir, las cuatro reglas y algo de gramática, geografía, historia y urbanidad a nuestros padres o abuelos en los que dejaría grato recuerdo y una huella imborrable que aún perdura, legada, en nosotros mismos.

 

[Cástaras 1921, mi primer destino como maestro]

(En el siguiente recuadro se ha transcrito el relato tal y como nos ha llegado indicando la paginación del original con números entre corchetes de color gris. Después se ha incluido una pequeña biografía de don Antonio Amor).

 

[1]

I

Granada, marzo 1921. Frío y niebla sobre la ciudad en aquellas horas del alba. Las calles están desiertas. Aún lucen las farolas guías. Un joven, portador de vieja maleta de piel de cabra, marcha con apretado paso hacia la parada de los "Alsinas", en Puerta Real. Casi todos los viajeros ocupan ya sus asientos en el sucio y desvencijado coche. La mayor parte son pueblerinos y tienen alzados los cuellos de sus pellizas. Las caras son somnolientas y se restriegan fuertemente las manos para darse algún calor. Únicamente un viajero, con aspecto de representante comercial, se esfuerza para leer los titulares de la edición matutina de "El Defensor". Acaban de cargar las sacas del correo. Una pareja de civiles se acomoda en las banquetas traseras. Rezonga el motor, poniendo en estremecimiento lacerante el esqueleto del armatoste. El cobrador da la señal. Partimos. La atmósfera se hace cada vez más densa en el interior. Se huele el aguardiente reintestinado, el taba-[2]co barato, la grasa y la gasolina carburada. El hedor comienza a influir en los estómagos. Un mamoncete, con rebeldía justificada, grita en los brazos de su madre, rechazando el moreno pezón que le ofrece. Enfilamos la Carrera. Casi todos los viajeros se descubren frente al templo de la Patrona. Segundos después entrevemos a Colón, impertérrito, ante las plantas de Isabel de Castilla. Atravesamos el Genil, casi exhausto, sobre el puente de Sebastiani, y, dejando atrás el fielato, dando tumbos por el Violón, nos enfrentamos al pleno campo, a toda la amplitud del horizonte, hacia los llanos de Armilla…


• •

Muchos años pasaron desde el comienzo del viaje que relatamos. Contaba yo pocos más de los veinte. Escribo fiando de mi memoria, que se conserva bastante fiel y me permite reconstruir las situaciones con rigurosa exactitud. Conste que no hago novela, sino historia: pequeña historia, pero histo-[3]ria al fin.

Marchaba a posesionarme, de mi primer destino, Maestro Nacional, en Cástaras, en el corazón mismo de Las Alpujarras. Aunque verdaderamente era un fracasado de la Universidad, y la Pedagogía sólo me proporcionaba un número en el Escalafón y dos mil pesetas "per annum", que con descuentos no llegaban a los treinta duretes mensuales, iba con cierta ilusión, gozando con una soñada independencia lograda al fin, y estimandome un potentado por ser dueño de aquellas cien pesetas, que la víspera me dió un familiar, tanto por despedida, como por ayuda a costas. Era, en aquellos momentos,  casi tan loco como don Quijote cuando salió de la venta armado caballero. Bien. es verdad que de poetas y locos todos tenemos un poco. Lo de poeta, bien me lo sabía, porque varios engendros de mi musa andaban impresos, aunque dispersos, por esos mundos de Dios, compitiendo con otros de mi compañero de estudios en el Instituto Provincial, Federico García Lorca, que ya galleaba en el campo de la lírica por aquella época. En cuanto a lo de mi [4] locura, ya me lo demostraría la experiencia a costa de los desengaños.

Digo, pues, que la ilusión me dominaba en aquellos momentos; y, soñando, soñando, iba a mi fin, dejando a derecha mano los últimos linderos de la Vega, para atravesar después unas tierras estériles y resecas. En lontananza, azulenca, se veía la Sierra de Alhama. Dejamos atrás la azucarera Santa Juliana. Por algún recodo del camino, podemos divisar, iluminado por el sol el paisaje de la capital, muy parecido al que se ofrece de fondo en el cuadro de Pradilla, "La Rendición de Granada". ¡Pobre Boabdil! Su recuerdo me acompañará un buen rato.

Atravesamos Armilla, calle larga y única, con algunas casas de buen aspecto. Las más humildes cubren sus puertas con pesadas cortinas de pleita. En las afueras, el campo de aviación militar, casi incipiente, de hangares primitivos, cobertizos medio rústicos, campo sin nombre aún, por falta de víctima digna de glorioso recuerdo… Se anima este trayecto con algunos [5] carros y yuntas camino de los tajos. A nuestra derecha, pero bastante lejos, se distingue Alhendín, pueblo de pescaderos, que llevan a la capital, en burros, su mercancía, la "pescá de Almuñécar", alternando a veces con la "japuta", "el pescao del mal nombre", como le suelen decir algunas señoritas mojigatas. Vemos, por breves instantes el tranvía de Churriana, ese pueblo que evoca la memoria del gran lidiador Salvador Sánchez "Frascuelo".

Ha sido preciso abrir una ventanilla para que una mujer, la cara descompuesta, amarilla, y las pelijas sucias pegadas a las sienes sudorosas, cambie la "peseta" y vomite a grandes arcadas, en  tanto que el marido la sujeta fuertemente. Nadie quiere mirarla; es lo mejor, pues la vista del mareo contagia; las cosquillas en el estómago son inevitables; pero la corriente de un aire fresquillo, al entrar por la ventanilla abierta, nos calma un tanto y el ambiente se hace más respirable.

El señor de aspecto de viajante me ofrece un cigarrillo. Acepto. Ello nos da motivo para el diálogo. Al poco rato sé que mi compañero se dirige [6] hacia Albuñol. Representa una casa de drogas y barnices; está casado, tiene siete hijos y es un "carca" declarado. Lleva en su cartera la foto de don Jaime y una postal con la efigie de "La Chelito". Cuando se toma confianza tira en su conversación hacia lo obsceno, lo "verde". Me convenzo de que alterna la lectura de "El Correo Español" con la pornográfica "Hoja de Parra"… Me repugna; prefiero el paisaje. Hemos pasado el término de Otura. La carretera asciende, camino de "El Suspiro del Moro". Pronto vemos la loma donde Aixa, la varonil sultana, recrimina las lágrimas de su desventurado hijo. Luego el Padul. Es una mala etapa. La carretera pasa por la calle principal del pueblo: es una rúa totalmente llena de lodo. El tránsito, en aquella ocasión, era muy peligroso, y los viajeros más expertos habían abandonado el coche para volver a montar a la salida del pueblo. La baca golpeaba en su bamboleo contra las paredes de uno y otro lado, en un movimiento pendular que nos asustaba. Más de una vez consideramos inminente el vuelco; pero la estrechez del espacio lo evitaba. Finalmente, sin contratiempo mayor, [7] alcanzamos un piso más firme. El coche descansó unos instantes mientras el cobrador dejaba el correo en la posada. Ante la puerta, se encontraba una diligencia, "La Motrileña". Todavía la tracción a sangre no se había resignado al vencimiento por los motores de explosión. Continuamos. El comisionista volvió a enjaretar la cháchara.

—Es una vergüenza lo que ocurre aquí; menos mal que pronto los tranvías arreglarán esto, cuando pongan le línea a Dúrcal. Lo malo del asunto es el puente: cuesta mucho dinero, ¿sabe?

Asentí con un leve movimiento de cabeza. El mal rato de El Padul me llevaba a pensar en cosas de aquel pueblo… Yo había conocido, sin duda, a personas naturales de allí. ¿Quiénes eran?... Recordé de pronto al viejo Conserje de la Universidad, Maldonado, y a sus dos hijos, uno Maestro, y otro estudiante de Medicina, que nunca acababa la licenciatura... ¡Ah!, y también, Antonio Pérez Medina, aquel muchacho desgracia-[8]do, hijo de humilde bracero, que tras hacerse abogado con numerosos sacrificios, murió al ganar las oposiciones a la Judicatura...

El comisionista continúa hablando sin reparar en mi mutismo. Ahora ha derivado al campo de los chistes. Me cuenta que noches pasadas vió a Ramper en el Salón Regio.

-Tiene gracia el demonio del hombre. Se le ocurrió preguntar, ¿en qué se parece este cine a un escardador?... Pues en que los dos tienen un "amo cafre"... ¡Ja, ja ja! 

Su risa estrepitosa no me contagia; pienso, no obstante en el señor aludido, don Ricardo Martín Flores, el dueño de la confitería "Los Alpes", un tipo muy conocido desde que fue víctima del timo "del violín" mediante un supuesto "stradivario", lo que dió ocasión a que saliera en las "carocas" del Corpus, en Bib-Rambla, con el siguiente pie rimado:

"El que quiera caramelos[9]
de la marca de "El Violín"
que vaya a la confitería
de don Ricardo Martín."

La decoración cambia súbitamente. El espectáculo me interesa más que la conversación frívola de mi compañero. Estamos en el valle de Lecrín, ¡el Valle de la Alegría! El nombre está bien justificado. ¡Cuánta belleza natural! ¡Cuánta riqueza de plantas! El ambiente, húmedamente tibio, calma nuestras molestias. La carretera serpentea por lo más profundo del valle y ofrece en cada curva una panorámica distinta. Todas las laderas son de un verde oscuro salpicado de vez en cuando por las manchas blancas de los semiocultos pueblecillos de nombres musicales: Melejís… Restábal... Chite... Talará... En ocasiones, por las ventanillas del coche no podemos distinguir el cielo, porque las frondosas alturas limitan el horizonte.

Quisiéramos que la delicia de este paraíso no terminara, que su contemplación no tuviese fin; pero nuestro deseo no se cumple, salimos del valle [10] y nos dirigimos hacia Dúrcal. Para llegar a este pueblo hemos de salvar un profundo barranco, bajando y subiendo dos cuestas peligrosas y cruzando el río por un débil puentecillo. El conjunto urbano es bonito; podemos ver la plaza con su gran fuente; algunas casas ostentan antiguos escudos nobiliarios, y también hay varias edificaciones modernas con pretensiones de chalets.

Hemos hecho casi la mitad del recorrido hasta Órgiva. Poco después la sorpresa de Béznar con sus lindos bosquecillos de naranjos, y luego, la frontera de "Las Alpujarras". La Venta de las Angustias marca el empalme con la carretera de Motril, ondulante a nuestra derecha, en dirección a los "Caracolillos de Vélez". Nuestra ruta sigue hacia Tablate, histórico lugar donde un atrevido fraile, sin otras armas que un Crucifijo, logró afianzar un tablón sobre el estrecho, pero profundo tajo, facilitando con ello el paso a los soldados de Felipe II que se dirigían a someter a los sublevados mo-[11]riscos.

A instantes, el terreno se hace más abrupto, montaraz y quebrado: monte bajo, tomillos y retamas. Jadea el motor cuando escala las empinadas curvas del cerro de "Los Cañones". En una revuelta cruzamos con otro "Alsina”. Minutos después llegamos a Lanjarón, dispuesto en arco, teniendo por fondo sus bosques de castaños, y a la derecha, sobre pelada roca, las ruinas de una antigua fortaleza. En aquel momento salen de la iglesia varios grupos de mujeres, todas enlutadas. En las afueras, a la izquierda de la carretera, los hoteles para los agüistas, y poco más allá, en un reducido hoyo, los manantiales famosos. Seguimos subiendo; pero nuestro viaje en coche se aproxima a la meta. Una ingente masa gris se eleva por la derecha, Sierra Lújar, y enfrente, sobre gigantes olivos cuya altura sorprende, las dos agudas torres gemelas de la parroquia orgiveña.

El coche se ha detenido ya frente a la oficina de los "Alsinas". Apretón de manos y las palabras de rigor:[12]

-¡Buen viaje!

-¡Buen viaje!

La despedida es breve y sin gran afecto. Recojo mi maleta. Algunos curiosos de caras inexpresivas me rodean. Les pregunto si saben de algún arriero. Alguien grita:

-¡Chocolateee...!

Chocolate se acerca oficioso y zalamero. Su color justifica el mote; es pequeño, ágil, con actitudes de gato y aspecto de pícaro. Viste blusilla, pantalón de pana, calza alpargatas y se cubre la recia pelambre con una gorrilla grasienta.

-¿Dónde vamos, señorito?

-A Cástaras. ¿Conviene?

-Largo viaje...; pero en fin, le llevaré. Son diez pesetas, ¿sabe?

-Conforme.[13]

-Prepararé el mulo mientras almuerza. ¿Irá a la fonda?. "El Chirro" es quien sirve mejor.

Acepté cuanto "Chocolate" propuso; en realidad no me quedaba otro recurso.

La fonda estaba casi en las afueras; aquel paseíllo me hizo bien y sentía apetito. Llegamos. Conocí al "Chirro". Era un hombrecillo de barba entrecana a modo de las de chivo. Supe después que él y sus hijos estaban fichados por actividades comunistas.

En el comedor se estilaba el servicio de mesa redonda. Me sirvieron huevos fritos con chorizos, y de postre natillas, especialidad de la casa. El pan era bueno, pero el agua, imposible de beber por lo terrosa.

"Chocolate" me aguardaba media hora después con un mulo de regular alzada. Procedió a la carga, la maleta a un lado, al otro, de contrapeso, una piedra grande, y en medio, sobre la enjalma, macizada con una manta en cuatro dobleces, iría yo, con toda la incomodidad que suponerse puede. Quise [14] caminar un rato a pie. Salimos de Órgiva por los ejidos. "Chocolate” me explicaba aquella topografía que yo admiraba por primera vez. A la izquierda, trepando por las faldas de Sierra Nevada, imponente en su blancura, y por el flanco más meridional, Cerro del Caballo, Cáñar, fantásticamente empingorotado, y un poco más allá, Bubión, Capileira y Pampaneira, los tres pueblos del barranco donde nunca penetra el sol.

Nuestro sendero ocupaba la parte más baja del valle por el cual discurren las aguas del río, que deja de nombrarse río de Cádiar para denominarse Guadalfeo, hasta su desembocadura en el Mediterráneo por la Vega de Motril. Quedaba atrás el "puente de los siete ojos" y el tunelillo que le da entrada; y a nuestra derecha, la carretera trepante y ondulosa por la Contraviesa, bordeando terrenos con plantaciones de almendros, hasta llegar a la altura del "Haza del Lino", donde embocan con frecuencia vientos feroces del mar, capaces de tumbar peatones, jinetes y hasta carros bien [15] cargados.

Seguíamos la cuerda de aquel arco para ahorrarnos distancia. Al llegar al río "Seco", tomando una peña por escabel, subí con algún recelo sobre el mulo; pero pronto supe que, afianzándome en las sogas que sujetaban la maleta, lograba una estabilidad relativa. Consideré, no  obstante, que mi aspecto de jinete no era muy gallardo, pero me interesaba más la integridad de mis huesos.

Delante marchaba "Chocolate" con el ronzal de la caballería echado sobre un hombro. Íbamos a buen paso por la "Vega de Tíjola", medio pantanosa, con numerosas charcas, entre cuyas junqueras croaban estrepitosamente verdaderos ejércitos de ranas.

Pronto nos hallamos frente a una gran masa rocosa. Era el Puerto de Jubiley, que debíamos escalar en evitación de una peligrosa curva del río, profunda y angosta en aquel paraje. A nuestra izquierda, entre unos eucaliptus [16] se alzaba una casucha rodeada de mísero emparrado. Era una venta. "Chocolate” me advirtió:

-Señorito, hay que pagar la "convidá".

Esto era un censo obligado. Los viajeros habían de invitar a sus espoliques en cuantas ventas topasen. Tuve que resignarme por aquello de ser ley la costumbre, y abonar también el pontaje o pontazgo, un real, por atravesar el vado por un liviano puentecillo de troncos, que usufructuaba el ventero.

Cuando vamos a iniciar la subida del puerto, "Chocolate" me da el ronzal y advierte:

-¡Osté no obligue al mulo! ! El sabe bien el camino!

Y desaparece entre las peñas. No hay otro remedio que confiar en el instinto de la acémila, que lenta, pero segura, salva los trancos desiguales.

Tengo que asirme con todas mis fuerzas para no caer por la culata; si fallase algún amarre me precipitaría en el abismo; me duelen los brazos, pero [17] poco a poco voy ganando altura. Hay momentos en que cierro los ojos para evitar el mareo, casi el vértigo de aquel abismo, en cuyo fondo el agua ruge al chocar contra las peñas. Veo diminutos los pobos de la ribera, pero segundos después me tranquilizo. Voy caminando, por terreno más amplio y la senda discurre entre rocas erectas, mogotes de erosión eólica, que simulan impresionante desfile de fantasmas petrificados. Acabo por distinguir la polvorienta cinta de la carretera, y en su borde, sentado sobre un mojón miliario, "Chocolate", cachazudo, lía un cigarro y conversa con un viandante. Algo alejada, la "Venta de Barbero", achaparrada, silenciosa, es la única nota de habitabilidad en aquel paraje silencioso.

No comprendo como "Chocolate" pudo llegar allí con tanta presteza y sin ser visto. El lugar es propio para la emboscada, para la acechanza. Recuerdo que hace poco más de un año, en otro paso de esta comarca, en el "Puerto del Lobo", se realizó un crimen monstruoso. Los interfectos fueron dos [18] guardias civiles, conductores de una familia gitana, detenida por sus numerosos robos. Aquel suceso  conmovió a España entera. Todos los criminales fueron hallados, jugados militarmente, y los principales autores murieron en el patíbulo alzado en el patio de la vieja Cárcel granadina. También el mismo paraje donde me encuentro, el Puerto de Jubiley, fué poco tiempo después escenario de otra espantosa tragedia: un joven matrimonio, cuando volvía de la "zafra" en la vega de Motril, sufrió el asalto de una pandilla de mineros de Sierra Lújar; todos abusaron de la hembra ante los ojos del esposo amordazado y maniatado; mataron después a los dos y les hicieron horrendas y asquerosas mutilaciones con un sadismo que no tiene explicación ni aún en los pueblos más salvajes.

Una sorpresa me esperaba al acercarme a “Chocolate”, que casi a boca de jarro me espetó:

-Señorito, págueme osté, porque me güelvo.

-¡Hombre! ¡Esa es buena! ¿Y mi viaje? [19]

-No pasa na. Osté s'irá con este muchacho que va pa Cástaras... Custión de quintas, ¿sabe? Mañana lo ensortean. No tié que pagarle na, ya estamos conveníos.

Asintió el zagalón; "Chocolate" cobró su servicio, entregó unas monedas al otro, me ayudó a bajar y acomodó mi equipaje en el borriquillo, que era mi nueva caballería, dió dos palmadas en las ancas de su mulo, y tras desearnos buen viaje, emprendió su retorno a Órgiva, donde llegaría, a buen seguro, antes que nosotros arribásemos a nuestra meta.

Emprendimos la bajada del Puerto para tomar de nuevo el cauce del río. Lo hice a pie por lo pronunciado del declive. Era un senderillo abierto por las herraduras de las bestias. Casi al final, otra venta sórdida, donde convidé, conociendo ya el ritual, a mi nuevo acompañante. Monté otra vez y marchamos por el álveo a buen paso. Me asombró  la anchura de aquel lecho, pues en algunos lugares medía más de medio kilómetro. Lleno de lí-[20]quido debía ser imponentemente terrible pero en aquel momento solo tenía débiles hilillos de agua, que se deslizaban culebreando a su antojo; mas testigos de su fuerza en las crecidas por deshielos o tormentas, como auténtico río de montaña, eran los cantos, algunos mayores que un hombre, dispersos por doquier. Mas de una vez, desgraciados arrieros, sorprendidos súbitamente por la poderosa ríada, o fueron hallados en las cercanías de Motril, o nunca se encontraron rastros de sus personas.

Otra sorpresa me deparó este río. Mucho rato estuve observando una extraña obra en la margen izquierda; era una especie de badén o trinchera, de dos metros de altura, como si se tratara del tendido de una vía férrea. Por varios railes y dos o tres vagonetas, volcadas y enmohecidas, se confirmó mi supuesto. Pregunté a mi acompañante y supe se trataba de un fracasado intento para explotar las minas de hierro de "El Conjuro" o "Minas Negras". Antes de la Primera Guerra, una compañía belga encargó a sus ingenieros el tra-[21]zado de una vía para embarcar las menas en el puerto de Motril. El terraplén tenía un metro sobre el cauce; pero una tormenta destruyó la obra enun solo día. Los ingenieros pensaron que una altura de dos metros sería la suficiente para evitar nuevos riesgos, porque ignoraban la potencia arrolladora de aquellas aguas salvajes: otra ríada se llevó en un instante millones de francos. Vino la Guerra; la Compañía no pudo renovar sus trabajos y las minas continuaban sin explotar por falta de vías de comunicación adecuadas.

Ya eran más de las tres de la tarde. Empezaban a verse algunas nubes. De vez en cuando cruzábamos ante alguna rambla, montículo arenoso acumulado por los torrentes. Fué la primera la rambla de Torvizcón;  casi frente a ella, por la margen derecha, la de Almegíjar. El poblado no se distinguía desde nuestro camino, pero se oían, aunque algo debilitados, los tañidos de su campana parroquial. Comenzaron a caer algunas gotas. Nadie se cruza-[22]ba con nosotros, únicos seres vivientes en aquel solitario paraje. Otra rambla, la de Notáez, pequeño anejo, en cuyos huertos se cultivan varios centenares de naranjos. Pasan quince minutos y aparece otra rambla; es la de Cástaras.

Abandonamos el río y remontamos por un sendero, al principio por entre espesos matorrales y adelfas salvajes, y después por una vereda estrechísima al borde de un precipicio, cuya visión produce verdadero espanto. El espíritu queda sobrecogido, anonadado, por aquella grandeza de las enormes fuerzas naturales capaces de producir aquella convulsión gigantesca, aquellas cortaduras insospechadas, aquellas cimas tenebrosas… Se teme hablar alto, y casi no se respira hasta que el abismo queda tras nosotros.

El senderillo se hace luego más empinado aún; el borriquillo apenas puede conmigo. Me apeo, y andando, mi espolique y yo llegamos a unos edificios sórdidos, recostados en una ladera: son los baños de "El Piojo", cuyos efectos curativos son conocidos solamente por los naturales de la [23] comarca.

El repecho se prolonga cosa de medio kilómetro. Al ganar altura oteamos un panorama más amplio; al fondo la Contraviesa, donde se destaca el Cerrajón de Murtas; más próximas a nuestro camino viñas que aún no han extendido sus sarmientos, y al frente, un enorme peñasco gris de más de cien metros de altura, el Tajo de la Hiedra, a cuyo pie se agrupa un poblado chiquito, ¡Cástaras! Miro el reloj; son exactamente las cinco. El viaje ha durado diez horas. Me siento satisfecho, aunque molido, por haber llegado incólume a mi objetivo.

--------------------

II
------

Aunque está oscureciendo, puedo observar todavía la topografía del lugar. Hay numerosas “paratas” escalonadas, pequeñas. Algunas solo tienen espacio para mantener un olivo; pero el conjunto es bello y representa un es-[24]fuerzo titánico para levantar tantos y tantos muros de piedra y llenarlos luego con tierra suficiente.

Cástaras es un municipio de trescientos vecinos, contados los de su anejo Nieles. Está dividido en tres barrios: Alto, Medio y Bajo, amén de numerosos y desperdigados cortijillos. Para el viajero que llega sólo es visible el Barrio Bajo, por lo cual se juzga al pueblo mucho menor de lo que es en realidad. A este barrio pertenecen también Las Erillas y el de Poco Trigo. Todo está edificado sobre la roca viva. Aquí —dicen los naturales—, salta la sangre antes que el polvo. Y se les puede creer sin juramento. Todas las calles son cuestas empedradas desigualmente y con trancos difíciles; más que andar es preciso saltar. Se desconoce la teja. Todos los edificios, salvo la iglesia, se cubren con "terraos", a base de "launa". Se llega a ellos desde los interiores, por los "subieros", ventanucos a modo de gateras. Los "terraos" permiten recorrer toda una manzana de casas con [25] relativa facilidad, sorteando los humeros y no acercándose mucho al borde, pues no tienen pretiles ni barandales. Los aleros son grandes lascas de pizarra, aguantadas por una piedra. Los "terraos" sirven para el paseo, necesario en evitación de recalos y goteras, para reuniones, y para complemento de muchos servicios, solear la ropa, secar los maíces y los higos y otras muchas menudencias.

Al entrar en el pueblo, despertamos, cómo no, la curiosidad del vecindario. Percibo bien los cuchicheos de las mujeres asomadas a las medias puertas. Todas comentan:

—¡Es el maestro nuevo!

—¡Es muy jovencillo!

Sonríen con aire satisfecho. Saludo con mi mejor cortesía;

—¡Buenas tardes!... !Buenas tardes!

Llego por fin a mi hospedaje. Es la casa de la Concha, una vieja que aún se [25] maneja bastante bien. Lleva el negocio de los huéspedes, y al mismo tiempo, el "casinillo", para unos cuantos habituales del tresillo, a quienes sirve el café hecho en esas cafeteras individuales de hoja-lata llamadas rusas. En aquella ocasión, solo tenía como estable, a un oficial del catastro, un malagueño con leguis y pellizón, que se pasaba, por razón de su menester, todo el día en el campo, midiendo y dibujando polígono tras polígono.

La Concha era sobrina de un cura, ya difunto, y estaba casada en segundas, con un viejo, Tonino, natural de Almadén, de profesión minero, pequeño, sonrosado como un infante, y azogado, como lo mostraba con el tic nervioso de sus manos.

Tenía la Concha, un hijo único de su primer matrimonio, Pepe de nombre, casado con Anica, una treveleña, sucia, despeinada siempre, ancha de cara, grasienta por todos sus poros, y con más aspecto de cerda de cría que de [25] mujer. Este Pepe tenía su casa y taller, pues era carpintero y tonelero, en la plaza de la fuente, vis a vis con mi escuela, por lo que el trato diario se tradujo en relativa amistad.

Ayudaba a la Concha en las faenas caseras, principalmente el acarreo del agua, una mujer de edad imprecisa, Josefa "La Greñas", casada y con varios chiquillos harapientos, descalzos y mocosos, verdaderos prototipos del hambre.

El trato relativo al precio de mi hospedaje fué largo y difícil. La Concha pretendía llevarse entera mi escasa soldada; pero finalmente, después de muchos tiras y aflojas, nos convinimos en tres pesetas diarias, lavado de ropa aparte, y una habitación para mí solo. Era ésta harto reducida, con apenas espacio para la cama, una carcomida mesa escritorio, que debió ser la del difunto tío cura, una mesilla de noche, la silla y un tosco lavabo de madera. El suelo, como todos los de allí, era de yeso moreno. Se [28] ventilaba el tabuco por un ventanillo sin cristal, pues eran desconocidos en aquel pueblo, y para librarse de agua, viento y frío, adosaban unos "encerados" consistentes en un bastidor provisto de un trozo de lienzo.

Casi no había terminado de instalarme, cuando recibí una visita. Era el señor Paco Mendoza, el marido de la maestra, un "aviador", o sea, el hombre sin oficio ni beneficio, que suele haber en todo pueblo, esperando la llegada de una maestra soltera y convertirse, por obra y gracia del séptimo sacramento, en "administrador" del sueldo de su cónyuge. Este Paco Mendoza procedía de una familia perteneciente al mayorazgo de Trevélez, y cubría las apariencias con un banco de herrar, donde raras veces sonaba el martillo para adobar los hierros. Era el tal sabedor de todos los chismes del lugar, y olfateaba mejor que un sabueso todas las novedades. Aparecía cuando menos se esperaba, se filtraba como la estatua del Comendador, y se colaba en todas las reuniones donde hubiera algo de comer o de be-[29]ber.

El señor Paco Mendoza, con mucha oficiosidad, se puso a mi disposición, y me propuso la visita al cacique.

No me acordaba de semejante personaje, y aquella indicación me produjo sobresalto. Era la primera vez en mi vida que me enfrentaría con uno de aquellos seres, que, a través de lo leído, se me figuraban verdaderos monstruos, algo así como los dragones de siete cabezas de los cuentos infantiles; pero comprendí que mi muevo amigo tenía razón y que debía aceptar el protocolo lugareño para evitarme complicaciones.

Salimos, y, apoyándome en Mendoza, pues ya era noche cerrada y no distinguía los desiguales trancos de la empinada calleja, nos dirigimos a casa del cacique, bastante próxima a mi hostal. Mendoza dió unos golpes con el aldabón, se abrió la puerta, y avanzamos por un zaguán empedradillo, alumbrado por débil candileja. Una escalera de no muy mala traza nos condujo a [30] una amplia sala, a cuyas paredes, adosadas, se enfilaban hasta dos docenas de recias sillas de castaño con asientos de cuerdas.

En el fondo de la sala había una mesa de camilla junto al hogar donde crepitaban recios troncos de olivo, y a la mesa, en un sillón frailuno, haciendo solitarios a la luz de un velón de tres mechas, el cacique de Cástaras, el "tío Barceló”, el compadre Manuel y don Manuel, tres nombres distintos para un solo hombre verdadero.

Era el “tío Barceló" como de unos sesenta años, de estatura corriente; rostro curtido, con profundas arrugas, nariz ligeramente aquilina, pulcro y de mirada franca. Su figura no tenía nada de terrible, antes al contrario, de no ir rasurado como era su costumbre y se hubiese dejado crecer la barba, hubiese parecido un patriarca bíblico. Estaba casado con una mujer insignificante y bastante sorda, y tenía tres hijos, uno maestro de Pontón Alto, lugarejo perdido en la Sierra de Cazorla, por donde pocas veces apa-[31]reció, pues con influencia, se valía del apaño de un sustituto; otro era farmacéutico, y ejercía su profesión en Murtas, y el tercero, casado, regentaba el estanco del pueblo.

El "tío Barceló " representaba la política de don Natalio, el cacique máximo de las Alpujarras, y ostentaba el cargo de juez municipal; pero ejercía su misión sin aparato de ninguna especie. El secretario no tenía jamás ocasión de escribir actas ni comunicar sentencias, pues los pleitos y denuncias entre vecinos los arreglaba el "compadre Manuel" a modo y uso de amigable componedor, limando roces y diferencias y sin librar costas, desesperando al pobre secretario, que no lograba percibir sino míseros gajes de aquella singular justicia.

Tenía un Ayuntamiento sumiso a su autoridad, presidido por el "tío Juan", viejo, alto, huesudo, sarmentoso y sordo como una tapia. Era analfabeto total, pero le habían enseñado a dibujar unos trazos con la pluma, en [32] los que, con gran trabajo, se podía leer su nombre, y, como en barbecho, firmaba cuantos papeles le presentaba Nicolás, el Secretario, otro tipo particularmente marrullero, que trabajaba en su oficina, animándose con tragos continuos de aguardiente, en competencia con Miguel, alguacil, municipal y barbero en una sola pieza, hombrachón desgarbado y tartamudo y único servidor armado de la autoridad en el lugarejo.

Mi visita al cacique fue breve y cordial. Nos obsequió con una taza de excelente café; nos despedimos finalmente y volví a mi hospedaje con ánimo de acostarme apenas cenase; pero la oficiosidad de aquellos vecinos impidió mi propósito, pues las visitas menudearon: don Fernando, el médico; don Faustino, el Cura; los Rescalvos; Serafín, el boticario, y otros muchos, me entretuvieron hasta las diez de la noche. No hay que asegurar que dormí como un bendito hasta las siete de la mañana, tal estaba de molido y quebrantado, y apenas dejé el camastro, me fui al ventanillo para divisar [33] el panorama de aquel lugar, donde había de permanecer varios años.

No pretendo escribir un diario detallado de mi estancia en este pueblo alpujarreño, pues cansaría al lector con minucias de poco interés. Por tanto sólo presentaré los detalles indispensables para ambientar esta historia.

Como iba diciendo, me asomé al ventanuco y vi por vez primera a la “Dama de la Montaña”, una niebla, como flotante gasa blanca, densa, espesísima, que avanzaba lenta y pausadamente sobre los terrados, penetraba por todas las oquedades y atravesaba fantasmalmente las casas impregnándolas con su humedad. Poco a poco pude descubrir el paisaje al diluirse la niebla: un montón de casucas achaparradas, al fondo el campanario de la iglesia, y todo cercado de rocas altísimas, de un monótono gris, descollando a mi izquierda el impresionante “Tajo de la Hiedra”, y a la derecha la “piedra cortá”, que abre paso al camino del anejo Nieles.

[34]

Sentí las campanas llamando a misa. Me encaminé al templo situado en la plaza, pequeña y casi cuadrada, adornada con unos pocos y raquíticos arbolillos. Me impresionó agradablemente el interior de aquel edificio, mayor de lo que podía suponerse, con un retablo aceptable y un techo de notable ensambladura de indiscutible factura mudéjar. En cambio, las imágenes eran pocas y pobres, y, particularmente la del Patrono San Miguel podía calificarse como una blasfemia artística, moviendo a risa el yaciente Satán, negro como un tizón, que se mordía rabiosamente el rabo en forma de culebra enorme. La particular devoción por esta imagen la exornaba con abigarradas flores de trapo y un par de lámparas, al parecer de plata. Había además un viejo órgano de fuelles asmáticos que gemía dolorosamente cuando era manejado  por Enrique, el sacristán, que además de músico era cantor. Para los actos menos solemnes se acompañaban los oficios con un pequeño armonium casi tan arcaico como el órgano de referencia.

Terminada la misa, visité mi escuela. Era una salilla reducida, en plan-[35]ta baja, con una puerta partida horizontalmente en dos y un ventanuco enrejado. Las paredes encaladas mostraban de trecho en trecho los negros tiznones de los candiles de petróleo que se encendían para las clases de adultos. El suelo era de viejos ladrillos encarnados, pero casi destrozados en su totalidad. El moblaje consistía en un sillón de anca y una mesa desvencijada, seis pupitres cojitrancos y un apolillado “cuerpo de carpintería”, cuatro o cinco cartelones casi ilegibles, un pequeño crucifijo bajo un dosel descolorido, un retrato de Alfonso XIII casi niño, dos pizarrones de madera muy faltos de pintura, un pequeño mapa de España de Paluzie, en el que los pueblos se confundían con múltiples cagaditas de moscas, un cartel con la consabida oración: “Os damos gracias, Señor, porque nos habéis asistido con vuestras luces… etc.”, media docena de catones Seijas, otros cuantos malparados “Juanitos” de Paravicini, y este era el breve inventario de material en el templo de Minerva donde había de ejercer mi apostolado docente.

[36]

Eran ya las nueve cuando terminé el breve examen del local. Una treintena de chicos se había reunido en la plazuela esperando la hora de clase. Uno de los más despiertos se me acercó para decirme:

—Sr. Maestro, ¿toco a escuela?

Me explicó. Por falta de reloj público, era costumbre indicar la hora de clase con nueve campanadas de la Parroquia.

Asentí y marchó gozoso a cumplir su grave comisión.

Entramos en el aula. Se reunieron hasta cuarenta niños bien apretados. Iban mal vestidos, muchos descalzos y otros con esparteñas, pero todos limpios y sanotes. Algunos mordisqueaban golosamente un negro mendrugo de pan de centeno. Y nota cordial, todos llevaban dos o tres florecillas silvestres que al entrar ponían sobre mi mesa; y nunca me faltó esa atención sencilla y delicada.

El local escuela formaba parte de la casa de doña Clementina, una heróica maestra jubilada, que en unión de sus dos hermanas, doña Carmen [37] y doña Josefa, solteronas las tres, y con un sueldo de ochocientas pesetas anuales pagadas cuando Dios quería y al Ayuntamiento le venía en gana hasta que el Sr. Conde de Romanones remedió el asunto, había reconquistado pasito a paso la perdida hacienda paternal, llegando a ser propietarias de aquel inmueble y dos o tres cortijillos en la Contraviesa que les rentaban una regular cosecha de vino y almendra. Constituían el más singular ejemplo de economía práctica, pero sin caer en los defectos de la sordidez o de la avaricia, pues en todo momento sabían mantener una señorial prestancia amablemente acogedora.

En el otro extremo del edificio estaba instalada la "farmacia", regentada por Serafín, o "El Tuerto Andorra" por mal nombre, a causa del ojo que perdió de niño por el picotazo de un gallo. Estaba además completamente calvo a causa de una loción que, para presumir en sus años mozos, elaboró, mezclando a capricho cuantos productos aromáticos tenía en su pequeña oficina.

[38]

Completaban el vecindario la casa tienda de Maximino; la de su padre, el "Tío Frasco Brevas", que vivía con su hija Beatriz, repatriada de América, donde al decir de las gentes, había corrido extrañas aventuras; la lencería de Casimiro, hermano de Nicolás, el secretario, y de Enrique, el sacristán; la de Pepe, el carpintero, y la de Elisa, casi siempre vacía.

En el centro de esta plazuela estaba la fuente pública de dos caños y un pilón abrevadero, y, en una esquina, "la piedra majadera", en la cual los mozos machacaban el esparto los días de lluvia para trabajar pleitas, sogas y ramales, que hábilmente trenzaban entre chupada y chupada de apestosas "churrascas", tabaco del país, burdamente criado a ocultas de "los blanquillos", enconados enemigos de aquellos pertinaces defraudadores del Erario.

---------------

III
--------

La vida transcurre monótona. Llevo varios días observando al vecindario. [39] Algunas costumbres son raramente extrañas. El boticario me ayuda mucho a este conocimiento de las gentes. Abunda el tipo céltico, tal vez a causa de la repoblación de estos parajes tras la expulsión de los moriscos. Lo primero que se nota es su falta de acento andaluz y lo correcto de la dicción.

Generalmente, a la caida de la tarde, sentados en la puerta de la "farmacia", contemplamos el retorno de los hombres que llevan sus bestias a beber en el pilón de la fuente. Llegan también algunas mozas a llenar los cántaros. Son naturales en su sencillo atuendo femenino, piernas sin medias, en alpargatas, rostros sin afeites de ninguna especie y casi todas curtidas por el sol y el aire serranos. Más fornidas que esbeltas, aunque ligeras en el andar no puede decirse de ninguna que sea realmente bella.

Pobres, en el sentido riguroso de la palabra, no existen en este pueblo; pero tampoco se puede afirmar que haya verdaderos ricos. Se encuentran va-[40]rias familias con un mediano pasar y las restantes cuentan con lo estrictamente necesario para el diario yantar, generalmente gachas o migas de maiz tragadas a fuerza de pimientos picantes, por los que sienten extraordinaria afición. Casi todas las casas adornan sus ventanas con largas ensartas de rojos cornicabras, destacadas como pinceladas de sangre sobre las enjalbegadas paredes. Casi todos cosechan algunos toneles de vino que beben casi mosto, pues aguanta poco y se tuerce con facilidad. Matan uno o dos cerdos, de una raza negra y a medio cebo, reservando los jamones para venderlos con el marchamo de Trevélez de reconocida fama. Una o dos veces llegan los pescadores de la costa, con género de pobre calidad que venden frenta a mi escuela, pesándola con la balanza de "Las Animas", pagando un pequeño tributo por este servicio. Para la feria de San Miguel se mata en cada casa un carnerote, y los menos pudientes lo hacen a escote reuniéndose para ello dos o tres familias. El resto del año sólo se mata algún que otro cegajo, pero sólo cuando de antemano se tiene asegurada su [41] venta.

Aquí no se vende pan. Amasan las familias el preciso para la quincena y aprovechan la hornada para hacer algún bollo de aceite o tortas de bicarbonato; pero este extraordinario sólo queda resevado para los pudientes, únicos que amasan pan blanco, pues los demás lo hacen de maiz o centeno, y únicamente se da el de trigo a los enfermos como una especie de Viático.

Como contrapartida se crían magníficas y variadas frutas, y muy particularmente higos, que, dada su abundancia, los secan en los "terraos" para cebo de los cochinos.

El aceite es el del pais, de mala calidad y elaborado en el molino del "tío Barceló" en una prensa de viga. Es la única industria del pueblo. Todas las mujeres saben hacer alpargatas, y con los trapos viejos, reducidos a tiras, elaboran unos ovillos, con los que, en viejos telares de estilo moruno, se tejen las jarapas, especie de burdas mantas de aplicaciones diversas. En estos mismos telares suelen hacerse con lanas vivamente teñidas las [42] renombradas mantas alpujarreñas.

El único licor usado por aquí es un aguardiente que asa las bocas como fuego vivo. Lo destilan en Cádiar con alquitaras primitivas y solamente es posible tragarlo en "pajarillas", o sea, mezclado con una buena dosis de agua. Los taberneros lo venden por jarras y "mitaillas", medidas empleadas por todos estos pueblos; para pesar tocino y jamón usan como unidad el arrelde, que son cuatro libras y hacen las cuentas por reales y céntimos de real, pero de ordinario circula muy poco dinero, y este poco en calderilla, empleándose más los pagos en especie, en huevos sobre todo, que los comerciantes revenden, con la consiguiente ganancia, a los recoveros.

El presupuesto municipal no excede de las diez mil pesetas anuales. La mitad se lo llevan entre el médico titular y el secretario, y con la otra hay que atender las numerosas cargas que pesan sobre el municipio: contingente provincial, quintas, beneficencia, locales escuelas, alojamientos de [43] de la guardia civil, sueldo del municipal, material de oficina, refresco el día del Patrono, etc. etc. Es imposible pensar que nadie pueda beneficiarse particularmente sisando en tan parvo presupuesto, y sin embargo no faltan malas lenguas para propalar que el secretario "chupa del bote" más de lo debido, y que entra en la combinación Pepe, "El tres pelos", que tiene a su cargo la depositaría

Las murmuraciones suben de punto al confeccionar el reparto, cuando la Comisión calificadora discute las partes real y personal de cada contribuyente y aquilata los bienes de cada vecino, contando una por una las cabras y hasta las gallinas de su pertenencia. Es, entonces, cuando se evidencian los enconos y rivalidades, porque no todo el pueblo baila al compás de la música de "Tío Barceló". Frente a los liberales están los conservadores, dirigidos por Maximino, que lleva la política de un tal Sr. Rosales, aspirante a candidato en las primeras elecciones a diputados, y tiene prometido a su muñidor el juzgado municipal en cuanto empuñe el [44] rabo de la sartén. El odio entre estas familias es verdaderamente africano; se niegan hasta el saludo, y se hacen una guerra sorda, callada, de alevosas zancadillas, extendidas en cuanto es posible a los partidadriso de uno y otro bando. Procuro vivir en una neutralidad prudente como medio más oportuno para tener mis días tranquilos, máxime cuando no me seduce esta politiquilla de campanario de aldea.

Me voy acomodando poco a poco a esta vida pueblerina. El trabajo me hace menos tediosa la jornada diurna; pero las noches son extraordinariamente pesadas, contribuyendo a ello la falta de alumbrado eléctrico. En las casa pudientes emplean el quinqué de petróleo, y candiles de aceite en las restantes. Para salir de casa en las noches sin luna es necesario llevar un farolillo, y los zagales encienden los "manchos", especie de hachones de paja. Pero, indudablemente, lo más penoso en estos lugares es evacuar las perentorias necesidades corporales. Deben hacerse de forma incomodísima en las cuadras oscuras, llenas de inmundicias y pobladas de enormes ra-[45]tas, agresivas, repugnantes, a quienes sólo se ahuyenta repartiendo fuertes vardascazos. Cubren anualmente el suelo de estas sentinas con tomillos y poleos, pero bien pronto las excretas de toda especie y los detritus acumulados producen fermentaciones de olor acre, y, al pisar rezuma el fiemo un líquido viscoso que obliga a remangarse los pantalones hasta las rodillas. Estas pestilencias llegan al grado máximo cuando provistos de bieldos hacen su limpia para llevar el estiércol a los campos. Entonces todo el barrio queda impregnado por el denso hedor, y numerosas pulgas nos acribillan con sus feroces picotazos.

Tampoco deja de ser molesta la falta de noticias acerca de los acontecimientos del mundo. No nos llega ningún periódico, y sólo por azar y de forma esporádica conseguimos algún que otro diario con informaciones añejas. El correo está servido por Juan, el peatón, muy reparado de la vista, que por una dotación de cinco reales diarios hace este penoso servicio, sin que le detengan las inclemencias del tiempo, [46] encaminándose cada mañana, casi al rayar el alba, valija al hombro, hasta la cartería de Cádiar, algo más de dos leguas, para retornar hacia la una de la tarde. La conducción del Correo en estos parajes es de lo más primitivo. Se hace a lomos de un mulo provisto de sonoras campanillas para anunciar su paso, y realiza una larga y penosa caminata entre Ugíjar, donde radica la oficina, y örgiva. Tiene el privilegio de usar armas, en previsión de cualquier ataque. Juan, el peatón se ayuda a su mal vivir con los cinco céntimos por el derecho de entrega de las pocas cartas que reparte, y alguna que otra propinilla por los mandados que se le confían, particularmente la compra de medicinas, cuando estas no se encuentran en el pueblo. También por la noche se convierte en "enseñador" y trabaja con unos cuantos zagalones, a quienes la proximidad del servicio militar acucia para medio saber deletrear y escribir por lo menos su nombre.

Con periodicidad matemática se deja caer por casa de Concha el co-[47]brador de las contribuciones. Viene desde la cabeza del partido judicial, Albuñol, con una gran maleta, donde lleva debidamente clasificados todos los recibos de estos pueblos, tanto los de rústica como los de urbana, amén de las cédulas personales. Instala prontamente su oficina en la pieza que sirve de comedor y salilla de juego, y durante un par de días vemos la casa muy concurrida, tal vez más de lo deseado por el "publicano" a quien mucho conviene el aumento de los morosos para luego proceder por la vía de apremio que le deja mayores beneficios. El cobrador es hombre de buenos modales, pero de pocas palabras y con voz de tiple. Por la noche forma su partida de tresillo lo que me obliga a retirarme, porque ni comprendo ni me gustan los naipes. La afición a las cartas está muy desarrollada por aquí, como distracción para muchos, aunque no falta tahures caminando de feria en feria para tallar sus puestas y ganar un buen puñado de duros. Algunos gozan de cierto renombre, pero ninguno [48] como el apodado "La Gandana" por sus artimañas de zorro, que desde Cádiar, su patria chica hasta más allá de los límites de la provincia es conocido por sus habilidades en el buen tirar de las orejas a Jorge.

El tresillo está reservado para los señoritos del pueblo, pues según decir de ellos mismos, es un juego de caballeros. Las puestas no son muy elevadas, y rara vez lleva el platillo más de cinco duros; pero suele suceder, que como despedida, algún punto proponga alguna manecilla de monte o siete y media para animar la sesión.

La mayoría de los hombres sólo juegan a "El Paulo", parecido a la brisca, siendo su carta de más valor "el tuerto andorra" o as de oros, de donde viene el mote a Serafín el boticario. Estas gentes echan sus partidas en las tabernas, las de Nicolás o de Lázaro, bebiendo vinillo del país, y tomando como tapas buenos pedazos de bacalao crudo.

Como puede verse, las veladas son terribles. El olor del quinqué, el [49] humo de los cigarrillos, el hedor de los cuerpos sudorosos, crean bien pronto una atmósfera irrespirable, y de ordinario me retiro muy pronto a mi alcoba para leer un rato o dormir sin otras preocupaciones.

Cuando es la época de los maices o de las almendras se cambia un poco el panorama porque suelen invitarme a las reuniones, donde las familias y sus amistades, se divierten honestamente desgranando panochas a mano o partiendo las almendras sobre una piedra puesta en las rodillas y golpeando el fruto con un pequeño cilindro de hierro. El mérito consiste en sacar la pepita entera, pues la partida no sirve para el mercado. En esta especia de saraos laborales, aunque los no acostumbrados salimos con ampollas en los dedos, se habla, se comenta, se cuentan chascarros de toda suerte, y hasta se canta y baila, y al final se comen las obligadas castañas asadas y se toman, para que no hagan daño, unas cuantas copitas de aguardiente.

[50]

Las matanzas también proporcionan un regocijo no despreciable. No faltan para el maestro los "presentes", un platito con la sesada y un riñón. Aparte de esta fineza, es costumbre visitar las casas donde se huele el condumio y pedir la "chicharra", un pedazo de lomo asado en la sartén. Pero lo típico, y esto no lo perdona la gente moza, es echar el garabato por los humeros cuando se cuecen las morcillas, para que les cuelguen varias piezas y unas roscas de pan; y nadie se niega a este censo, pues se corre el riesgo de que los postulantes arrojen en la caldera toda clase de inmundicias si no son atendidos en su demanda. Y aunque se sirva sin reparo a los gancheros, la merma no es mucha, toda vez que estas gentes sacan de un cerdo un número increible de morcillas porque preparan la masa con muchísima cebolla, miga de pan, arroz, patata y calabaza. Hasta los vecinos de menos recursos matan sus cerdos, que tomaron a tiempo debido por los jamones, es decir una especie de media-[51]nería, en virtud de la cual se toman varios lechones de siete semanas para su cría y cebo con la obligación de entregar el donado al donante el par de jamones de cada animal. Y, aunque la operación es de mucho riesgo, son muchos los aficionados a esta clase de negocio. La mayor parte de los jamones logrados van a las manos del tío Juan Guardia, exportador al por mayor, y otros se cambian a los marchantes por hojas de tocino para el gasto familiar.

Todos los hombres saben practicar el degüello de un cerdo. Ayudan los amigos y cuando la víctima muere la soflaman con bolinas o espartos encendidos, la rocían agua bien caliente y proceden a un concienzudo afeitado a navaja, la abren en canal, y una vez extraídas las vísceras, aprovechamdo los tendones de las patas, colocan el camal para izarlo en una especie de caballete, a fin de que el aire y el frío de la noche congele la grasa del difunto. Debido a que por estos lugares no existe inspección sanitaria las carnes son consumidas sin análisis de ninguna es-[52]pecie pero debe creerse que el cielo, piadosamente, vela por nosotros, pues nuca se habla de enfermos de triquinosis, y a pesar de estas deficiencias, del abuso del picante, del aguardiente peleón, y de las malas condiciones de las casas, la salud, en general, es buena, salvo la endemia del bocio, del que están atacados casi todos los vecinos del Barrio Alto.

Los jamones y tocinos se curan en sal, arropados con jarapas y prensados con grandes pedruscos, poniendo encima de ellos la "mocarrera", al objeto, según dicen, de librar de la moscarda las carnes a curar. Cuando se cortan los jamones, un experto comprime la femoral para extraer la, "gota", en evitación de que las piezas se echen a perder; pero esta práctica no es muy eficaz, porque son muchos los jamones que se recalientan con los primeros ardores estivales, y para salvar algo de la pieza, cortan la parte dañada, y vierten en el hueco una sartenada de a-[53]ceite hirviendo. Mas a pesar de ello, acaban comiéndose apresuradamente la pieza averiada, como mal menor.

Es creencia de que los jamones de Trevélez deben su renombre a que son curados en la nieve donde adquieren su color y dulzura especial; pero nada más lejos de la verdad, como puede colegirse de la descripción anterior. El secreto de ello está a juicio mío en los pastos, o en el medio cebo, o en la propia calidad del ganado.

También las bodas y bautizos son ocasiones para el divertimento. En las bodas, particularmente, hay que dar asueto a los niños. Ellos no tienen acceso a la casa donde se celebra la fiesta, pero permanecen en la calle saltando y gritando hasta que les arrojan grandes canastas de buñuelos de un tamaño enorme, casi como platos. Para su confección se emplea más de una fanega de harina, y, como pasaron por la sartén con dos días de antelación, están remanidos y correosos y se [54] estiran como goma; pero no por eso los desprecian y los engullen rápidamente, con fruición de pequeños salvajes hambrientos.

En las tardes de algún que otro día de fiesta señalada se nos ofrece un espectáculo gratis, el tiro al gallo. Es una especie de cucaña. Tienden una cuerda entre dos árboles de la plaza, como a una altura de tres metros, y en ella prendido un gallo colgado de las patas. Cada tirador, previo pago de unas monedas, se situa frente al ave, a una distancia de treinta pasos, con los ojos fuertemente vendados y empuñando en la diestra el sable del municipal. Antes de iniciar la marcha le hacen dar cuatro o cinco vueltas sobre los talones y entonces le dejan ir hacia el objetivo. Generalmente el mozo sale en dirección muy equivocada y el público le anima con sus voces: "¡Vas bien! ¡No te tuerzas! ¡Ahora! ¡Atízale!". Y cuando el mozo engañado reparte sus sablazos al aire, recibe una chifla estruendosa como premio de su ridícula [55] actuación.

 

 

Retrato de Antonio Amor Antequera

Retrato de Antonio Amor Antequera hacia 1925.

Antonio Amor Antequera (Granada, 29 de septiembre de 1898 — Cádiz, 5 de septiembre de 1976) fue maestro de Cástaras entre 1921 y 1925).

Hijo de Luis Amor y Rico, ferroviario fallecido en 1901, fue criado en Madrid por su madre, Rosa Antequera Montilla y abuelos maternos, Soledad y Adriano, y allí cursó los estudios primarios. A partir de 1909 se trasladó a Granada bajo la tutoría de su tío Antonio Amor y Rico destacado médico, catedrático de Patología Médica, concejal del ayuntamiento de Granada durante catorce años y alcalde entre 1903 y 1905, decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Granada entre 1912 y 1919 y senador del reino por la provincia de Granada en la legislatura de 1921-1922.

Cursó el bachillerato en las aulas Instituto Provincial ubicadas en locales del Colegio Mayor San Bartolomé y Santiago en la calle San Jerónimo.

Terminado el bachiller inició estudios de Ciencias Exactas en la Universidad de Granada. Desavenencias con su tío y tutor, aspiraciones de independencia económica y el deseo de contraer matrimonio cuanto antes con la joven Amelia Rebollo Llorente, le hicieron abandonar los estudios universitarios y cursar los de maestro en la Escuela Normal, donde obtuvo el título en 1920.

Ese mismo año aprobó las oposiciones y en diciembre fue nombrado maestro de la escuela unitaria de niños de Cástaras.

Tomó posesión del cargo en marzo de 1921 y desarrolló su labor pedagógica en el pueblo lo que restaba del curso 1920-1921 y durante los cuatro siguientes, hasta 1925.

En un intento de terminar con el control que los caciques tenían en los ayuntamiento de la zona, el Directorio militar de Primo de Rivera, nombró concejales y alcaldes a los maestros de los pueblos. Así, al igual que otros colegas de municipios limítrofes en sus ayuntamientos respectivos, don Antonio Amor se convirtió en alcalde de Cástaras al mismo tiemo que su colega, el maestro de Nieles, don José Casares Pedrosa, era nombrado concejal.

En 1925 adquirió una plaza en propiedad en Montefrío, la localidad originaria de su familia paterna, donde siguió desarrollando su vocación docente durante los ocho años siguientes. En 1933 solicitó traslado a Fuente Vaqueros, y allí pasó la guerra civil y la posguerra. En esta etapa desarrolló muchas actividades complementarias a la docencia: participó en las Misiones Pedagógicas de 1942 y 1943 en representación del Servicio Español del Magisterio, dictó conferencias, publicó varios artículos y poesías en prensa, colaboró con la Federación de Cofradías de Granada dando charlas radiofónicas de exaltación de la Semana Santa, y fue delegado local de Prensa y Propaganda.

Trasladado a Cádiz en 1948 continuó su carrera docente en varios centros escolares, hasta alcanzar la jubilación.

Por haber destacado en su labor docente y cultural se le concedió la Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio en 1968.

Su trayectoria literaria se reduce a varias colaboraciones con la revista Blanco y Negro y otros diarios locales y nacionales y numerosos poemas que no se llegaron a publicar. En 1933 ganó un concurso literario convocado por la Asociación Los Artistas y Escritores Reunidos, por el trabajo titulado «Poesías y tres cuentos».

Autógrafo de Antonio Amor Antequera

Autógrafo del maestro Antonio Amor Antequera

 

 

Inicio

 

 

Copyright © Jorge García, para Recuerdos de Cástaras (www.castaras.net), y de sus autores o propietarios para los materiales cedidos.

Fecha de publicación:

12-12-2019

Última revisión:

28-04-2023